29 de enero de 2014

La Percepción Sagrada



Cada vez que nos encontramos con otro ser humano y honramos su dignidad, ayudamos a las personas que nos rodean.



Sus corazones resuenan con el nues­tro de la misma manera que las cuerdas de un violín vibran con el sonido de otro violín que se toque cerca de él. La psicología occidental ha documentado este fenómeno como «contagio emocional» o resonancia límbica.

Si una per­sona llena de pánico y odio entra en una habitación, lo sentimos inmediata­mente, ya menos que seamos muy conscientes, el estado negativo de esa persona empezará a afectarnos. Cuando entra una persona que expresa ale­gría, también nosotros nos sentimos bien.

Y cuando vemos la bondad de los que están ante nosotros, la dignidad de ellos resuena con nuestra admiración y respeto.

Esta resonancia puede empezar por algo muy simple. En la India, cuando las personas se saludan, juntas sus manos en un gesto de plegaria y se inclinan, diciendo namaste, «yo honro lo divino que hay en ti». Es una forma de reco­nocer tu naturaleza de Buda, aquél que realmente eres. Algunos creen que el acto de estrechar la mano proviene de una demostración de cordialidad y seguridad, de demostrar que no se lleva ningún arma. Pero el saludo namaste no se queda en «no te haré daño», sino que va un paso

más allá, a «veo lo sagrado que hay en ti». Crea la base de una relación sagrada.
Cuando empecé mi entrenamiento como monje budista, pude degustar esta relación sagrada. Alrededor de Ajahn Chah había un aura de honestidad, gentileza y confianza. Era lo contrario de mi familia de origen, y aunque al principio me resultó extraño y desconocido, algo dentro de mí se sintió encantado. En vez de un terreno para el juicio, la crítica y la violencia imprevisible, aquí había una comunidad consagrada a tratar a cada persona con respeto y dignidad. Era hermoso.


En el monasterio, los caminos de los alrededores se barrían diariamente; también se lavaban con cariño las ropas y los cuencos de los monjes. Nuestros votos requerían cuidar la vida en cualquiera de sus manifestaciones. Se ponía atención para evitar pisar las hormigas; se mostraba aprecio por los pájaros y los insectos, las serpientes y los mamíferos.

Aprendíamos a valorarnos a nosotros mismos y a los demás por igual.

Cuando surgía algún conflicto, re­curríamos a las prácticas de la paciencia, y para aprender a perdonar recibía­mos la orientación (de un consejo de ancianos que nos enseñaban a abordar nuestros defectos con un respeto atento).

Cuando aprendemos a descansar en nuestra bondad, podemos ver con mayor claridad la bondad en los otros.

A medida que desarrollamos nuestro sentido del respeto y el cariño, nos resulta muy útil en las circunstancias más corrientes. Y se convierte en algo inestimable en las situaciones extremas.

Cuando tratamos con respeto y honramos a los que nos rodean, abrimos un canal para nuestra propia bondad. He comprobado esta verdad trabajan­do con presidiarios y delincuentes de bandas. Cuando tienen la experiencia de alguien que los respeta y los valora, pueden sentirse dignos de admiración, aceptar y reconocer lo bueno que hay en ellos.

Cuando vemos lo sagrado en otro, tanto si pertenece a nuestra familia como a nuestros conocidos, en una reunión de negocios o en una sesión de terapia, transformamos sus cora­zones.

El Dalai Lama encarna esta percepción sagrada cuando viaja por el mun­do, y ésa es una de las razones por las que tanta gente busca acercarse a él. Hace varios años, Su Santidad visitó San Francisco y le invitamos para que impartiese enseñanzas en el centro de meditación de Spirit Rock. El Dalai Lama es el jefe de gobierno tibetano en el exilio, y el Departamento de Esta­do de EE.UU. había destinado docenas de agentes del Servicio Secreto para protegerlo a él y a su séquito. Acostumbrados a custodiar a líderes, príncipes y reyes extranjeros, los agentes del Servicio Secreto se vieron sorprendentemente conmovidos por la actitud respetuosa y la gentileza amorosa del Dala¡ Lama. Al final, le pidieron que les diera su bendición. Luego todos querían hacerse fotos con él. Varios dijeron: «Hemos tenido el privilegio de proteger a líderes políticos, príncipes y jefes de gobierno; sin embargo, hay algo dife­rente en el Dalai Lama. El nos trata como si fuéramos especiales.»

Más tarde, durante una serie de charlas públicas para dar sus enseñanzas, se hospedó en un famoso hotel de San Francisco donde se suelen alojar dignatarios políticos. Justo antes de partir, el Dalai Lama comentó al director del hotel que quería dar las gracias personalmente a los empleados, a tantos como deseasen conocerlo. Así que, a la mañana siguiente, una larga fila de camare­ras, lavaplatos, cocineros y personal de mantenimiento, secretarias y encarga­dos se alineaba a las puertas del hotel. Y antes de que partiese la caravana de coches del Dalai Lama, éste recorrió la fila dle empleados tocando amorosa­mente cada mano, haciendo vibrar las cuerdas de cada corazón.

Hace algunos años, me hablaron de una profesora de historia de una es­cuela de enseñanza secundaria que conocía este mismo secreto. Una tarde en la que los alumnos estaban especialmente inquietos y distraídos, les dijo que interrumpiesen cualquier trabajo académico. Dejó que los alumnos descansasen mientras ella escribía en la pizarra los nombres de cada uno de ellos. Después les pidió que copiasen la lista y, a continuación, que escribiesen junto a cada nombre alguna cosa que les gustase o admirasen de ese compañero. Al final de la clase recogió los papeles.

Semanas más tarde, en otro día especialmente difícil justo antes de las vacaciones de invierno, la profesora volvió a interrumpir la clase. Entregó a cada alumno una hoja con su nombre escrito en la parte de arriba. En cada una, había pegado las veintiséis cosas buenas que los otros estudiantes había dicho de esa persona. Con sus rostros sonrientes, leyeron boquiabiertos y emocionados la cantidad de cualidades bellas que los demás habían apreciado en ellos.

Tres años más tarde la profesora recibió una llamada de la madre de uno de sus antiguos estudiantes. Robert era el típico gracioso, pero también uno de sus preferidos. La madre le comunicó la triste noticia de que habían matado a su hijo en la Guerra del Golfo. La profesora asistió al funeral, en el que hablaron muchos antiguos amigos de Robert y compañeros de la escuela. Justo al final de la ceremonia, la madre de Robert se acercó a ella. Sacó un trozo de papel gastado que obviamente había sido plegado y replegado muchas veces y dijo: «Ésta es una de las pocas cosas que encontraron en el bolsillo de Robert cuando los militares recuperaron su cuerpo». Era el papel en que la profesora había pegado cuidadosamente las veintiséis cualidades que sus compañeros admiraban en él.

Al ver esto, los ojos de la profesora se llenaron de lágrimas. Mientras se secaba las mejillas, otra antigua alumna que estaba cerca de ella abrió su bolso, sacó su hoja cuidadosamente doblada y confesó que siempre la llevaba con ella. Un tercer ex alumno dijo que su hoja estaba enmarcada y colgada en la cocina de su casa; otro contó que la hoja había estado entre los textos que se leyeron en su boda. La percepción de bondad que esta profesora propuso había transformado los corazones de sus estudiantes de maneras que sólo podía imaginar en sueños.

Todos podemos recordar algún momento en el que alguien vio esta bon­dad en nosotros y nos bendijo. En un retiro, una mujer de mediana edad recordaba que una persona, una monja, había sido amable con ella en la época en que, siendo una adolescente asustada y solitaria, se quedó embarazada sin estar casada. Había llevado su nombre todos estos años. Un joven con el que trabajé en un centro de menores se acordaba de un viejo jardinero que vivía junto a su casa que lo quería y lo valoraba. El respeto del jardinero había per­manecido con él a pesar de todas sus dificultades. Esta posibilidad fue expre­sada por el premio Nobel Nelson Mandela:

«Nunca hace daño tener una opinión demasiado elevada de alguien; a menudo las personas se sienten en­noblecidas y actúan mejor como consecuencia».

Ver con una percepción sagrada no significa ignorar la necesidad de desarrollo y cambio en un individuo. La percepción sagrada es en parte una parado­ja. El maestro zen Shunryu Suzuki comentó a un discípulo:

«Eres perfecto tal como eres. Y… todavía queda espacio para mejorar».



Extraído del libro “Sabiduría del Corazón” de Jack Kornfield
http://elcosmovisionario.wordpress.com/2012/05/30/la-percepcion-sagrada/?relatedposts_exclude=1515

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