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Non est ad astra mollis e terris via
Séneca
Desde tiempos inmemorables el hombre ha observado los cielos. Dicha actividad no solo ha servido
 como fuente inagotable de inspiración, también nos ha proveído con información crucial sobre los
 ciclos naturales de los astros, incluida la Tierra, y del universo. Gracias a la costumbre de voltear 
la mirada hacia el cielo, la humanidad aprovecha hoy herramientas calendáricas, se ha 
familiarizado, con cientos de fenómenos climatológicos, y ha sido capaz de entender, en cierta 
medida, el papel de nuestro planeta en el infinito desdoblado, el cosmos.
Cuando ese mismo ejercicio se practica durante la noche entonces se torna en una 
experiencia de entrañable poiesis. Mediante la contemplación de los astros, además de obtener
 preciada información sobre el orden de las cosas, difícilmente una persona dejará de 
experimentar esa especie de exhalación lumínica, ese abrazar al vacío donde las fronteras 
se diluyen –la ineludible proyección del plexo como infinito cuenco. 
Más allá de las múltiples experiencias informativas y místicas que el observar las estrellas nos
 brinda, existe un intrigante fenómeno a cuya reflexión valdría la pena dedicar unos momentos:
 la posibilidad de viajar a través del tiempo, de desafiar la linealidad cultural que imponemos a

 esta variable del eje existencial (el tiempo-espacio).
Como muchos sabemos, las estrellas que podemos apreciar hoy, en realidad son entidades 
que bien pudieron haberse desintegrado hace milenios. Sin embargo, el tiempo que tardan sus
 partículas de luz en completar el trayecto que les separa de nosotros, hace que la fuente de la
 información óptica que hoy podemos apreciar, bien podría ya no existir o existir en un tiempo
 radicalmente lejano al nuestro –por ejemplo, la luz solar que percibes en este instante, en 
realidad existió hace 8 minutos y 19 segundos, y existen estrellas observables a distancias miles
 de veces mayores que la que nos separa del sol.
De acuerdo a lo anterior, podríamos especular que al contemplar una estrella estamos, en
 cierto modo, conectándonos con ‘un algo’ que ya no existe en el presente –y el hecho de
 percibirlo sugiere una proyección en el tiempo a otro punto del axis.
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mentes más lúcidas de nuestros días–, advierte que al recibir la información visual emitida por
 una estrella y proyectar su imagen con nuestra mente, estamos entablando una comunión 
con dicho objeto. Y dicha conexión se lleva a cabo no con la estrella actual, sino con la 
existencia pasada de ese cuerpo, es decir, estamos sosteniendo una relación más allá de
 la linealidad temporal.
Independientemente de tecnicismos y minuciosos argumentos, lo cierto es que el contemplar
 las estrellas es en sí uno de los fenómenos científicos más poéticos que tenemos a nuestro
 alcance –y si reflexionamos en torno a esta acción, en algún punto pareciera confirmarse
 que bien podríamos hablar de una proyección a través del tiempo.
Para concluir solo me queda invitarlos a contemplar las estrellas, no solo por el masaje
 visual o la “sensibilizante” experiencia que esto conlleva, también por que desde el punto de
 vista de la ciencia poética nos estamos sumergiendo en una comunión transtemporal –el eco 
lumínico de un pasado aparentemente distante. Y qué más estimulante que convertirnos, 
oficialmente, en crononautas, y sobretodo, hacerlo de una manera tan estética como mirar
 las luces allá arriba –además, se rumora, todos somos polvo de estrellas.